Singular hotel

La ansiedad me llevó por un camino insospechado.

 Era el primer viernes de noviembre, cuando puse fin al libro que había ocupado todo mi tiempo desde hacía meses. Mis manos temblaban en vez de disfrutar de mi merecido descanso.

 En mi cabeza resonaban los sonidos de la calle a pesar de estar todas las ventanas cerradas. Demasiado nerviosismo. En un arrebato, busqué en el móvil un lugar tranquilo donde poder descansar. Pensé que me sentaría bien cambiar de aires.

 Después de la entretenida búsqueda, surgió, de repente, el anuncio de un acogedor y singular hotel de diseño que se encontraba a veinte kilómetros de La Seu d’Urgell, en el Pirineo catalán, y ofrecía maravillosas vistas a la montaña.

—Perfecto, Hostería Toloriu 1848 —dije en voz alta, a pesar de estar solo.

A posteriori de remirar las excelentes imágenes, reservé una habitación para el día de hoy. Me quedaría una noche y, si me gustaba, aprovecharía todo el fin de semana para recargar las pilas y templar los nervios.

 Por un momento fijé la vista en las palabras escritas en mi teléfono móvil: «singular hotel». Dudé por unos instantes, pero decidí releer los comentarios de los clientes que habían estado hospedados. Fue entonces cuando supe que era el lugar perfecto para mí.

 A las seis de la tarde estaba de camino. Según mi previsión, tardaría una hora y media en llegar, y así fue.

 Me encontré con un entorno apacible y un pueblo de ocho habitantes. No localizaba el hotel y me acerqué a la única casa con luz. Toqué el timbre una sola vez cuando, un anciano muy amable abrió la puerta y me indicó que pasara mientras ponía la lavadora. Tras una breve charla, el hombre salió a la calle, en zapatillas y bata, para indicarme el camino. Le di las gracias y, después de sus palabras: «de nada, joven. Si necesita algo, avíseme, siempre estoy en casa», le agradecí de nuevo su amabilidad y me excusé, deseando ir directo a mi alojamiento.

Se notaba que aquel hombre no recibía muchas visitas. Mi intención no era ser desagradecido con tanta hospitalidad, pero deseaba descansar y estar solo.

 Al llegar a mí destino respiré satisfecho. Era un lugar aislado, tranquilo y bonito. Una vez instalado descubrí que era cierto que disponía de todas las comodidades, a pesar de tener solo once habitaciones. Decidí cenar antes de deshacer la bolsa de viaje.

 El calor de la chimenea inundó mis mejillas, cuando descubrí que era el único huésped, solo un pastor alemán sería mi acompañante. Acaricié al animal y disfruté de la comida casera. La echaba de menos. Me sentí como un rey con tanta atención por parte de la pareja que se esmeraba en hacerme sentir cómodo.

A la hora de retirarme adquirí una botella de vino y me ofrecieron una copa para saborearlo en mis aposentos.

 Todo parecía sobrepasar mis expectativas.

A media noche me desvelé, incluso después de tomarme toda la botella de vino viendo una película, y salí al balcón para fumarme un cigarrillo. Estaba oscuro, pero la paz que se respiraba ofrecía más que las posibles vistas a la sierra del Cadí.
Pensé en la posibilidad de volver alguna vez, cuando estuviese bloqueado o con falta de inspiración.

 El resto de la noche dormí como un bebé.

Al despertar me sentía relajado y con una sonrisa en los labios. Salí al balcón para respirar el aire puro de la montaña. Sentí un pequeño escalofrío al abrir la puerta. Fue apoyar unos instantes los codos en la barandilla, cuando tuve que separarme del estremecedor espectáculo que se plantó bajo mis pies: a unos metros de distancia de donde había dormido plácidamente, las tumbas del cementerio anexo descansaban ajenas a mi presencia.

 Cerré la puerta del balcón, echando las cortinas con ímpetu. Creo que nunca recogí mis pertenencias tan deprisa, ni marché con tanta rapidez de un lugar. Eso sí, más descansado.

De camino a casa, mi mente recreó encadenadas historias que me servirían para comenzar mi nueva aventura literaria.

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